Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!:
En la última Catequesis, nos hemos
centrado en el acontecimiento de la Resurrección de Jesús, en el que las
mujeres tuvieron un rol particular. Hoy me gustaría reflexionar sobre su
significado salvífico. ¿Qué significa la Resurrección para nuestra vida? ¿Y por
qué sin ella es vana nuestra fe? Nuestra fe se basa en la muerte y resurrección
de Cristo, así como una casa construida sobre los cimientos: si éstos ceden, se
derrumba toda la casa.
En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo
tomando sobre sí nuestros pecados y, descendiendo al abismo de la muerte, es
con la Resurrección que la vence, la pone a un lado y nos abre el camino para
renacer a una nueva vida. San Pedro lo expresa brevemente al comienzo de su
Primera carta, como hemos escuchado: "Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, quien por su gran misericordia, mediante la
Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a
una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e
inmarcesible" (1,3-4).
El Apóstol nos dice que con la
resurrección de Jesús llega algo nuevo: somos liberados de la esclavitud del
pecado y nos volvemos hijos de Dios, somos engendrados por lo tanto a una vida
nueva. ¿Cuando se realiza esto para nosotros? En el Sacramento del Bautismo. En
la antigüedad, este se recibía normalmente por inmersión. El que sería
bautizado, bajaba a una bañera grande del Baptisterio, dejando sus ropas, y el
obispo o el presbítero le vertía por tres veces el agua sobre la cabeza,
bautizándolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A continuación, el bautizado salía de la
bañera y se ponía un vestido nuevo, que era blanco: había nacido así a una vida
nueva, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se había convertido
en hijo de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos dice: "Ustedes han
recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:" ¡Abbá,
Padre!" (Rm 8,15).
Es el mismo Espíritu que hemos recibido en
el bautismo que nos enseña, nos impulsa a decir a Dios: "Padre", o
más bien, "Abbá", que significa "padre". Así es nuestro Dios,
es un padre para nosotros. El Espíritu Santo suscita en nosotros esta nueva
condición de hijos de Dios. Y esto es el mejor regalo que recibimos del
Misterio Pascual de Jesús. Es Dios que nos trata como hijos, nos comprende, nos
perdona, nos abraza, nos ama aún cuando cometemos errores. Ya en el Antiguo
Testamento, el profeta Isaías dice que aunque una madre pueda olvidarse del
hijo, Dios nunca nos olvida, en ningún momento (cf. 49,15). ¡Y esto es
hermoso!
Sin embargo, esta relación filial con Dios
no es como un tesoro que guardamos en un rincón de nuestras vidas, sino que
debe crecer, debe ser alimentado cada día por la escucha de la Palabra de Dios,
la oración, la participación en los sacramentos, especialmente de la Penitencia
y de la Eucaristía, y de la caridad. ¡Podemos vivir como hijos!
Y esta es nuestra dignidad ―tenemos
la dignidad de hijos―. ¡Comportémonos como verdaderos hijos! Esto
significa que cada día debemos dejar que Cristo nos transforme y nos haga
semejantes a Él; significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo,
a pesar de nuestras limitaciones y debilidades. La tentación de dejar a Dios a
un lado para ponernos al centro nosotros, siempre está a la puerta y la
experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestra condición de hijos
de Dios.
Por eso debemos tener la valentía de la fe
y no dejarnos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no es
necesario, no es importante para ti", y otras cosas más. Es justamente lo
contrario: solo comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por
nuestras caídas, por nuestros pecados, sintiéndonos amados por Él, nuestra vida
será nueva, inspirados en la serenidad y en la alegría. ¡Dios es nuestra
fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!
Queridos hermanos y hermanas, antes
que nada debemos tener bien firme esta esperanza, y debemos ser un
signo visible, claro y brillante para todos. El Señor resucitado es la
esperanza que no falla, que no defrauda (cf. Rm 5,5). La esperanza no
defrauda. ¡Aquella del Señor! ¡Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se
desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en nuestro corazón no
se realizan! La esperanza de nosotros los cristianos es fuerte, segura y sólida
en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la
eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel.
No hay que olvidarlo: Dios es siempre
fiel; Dios es siempre fiel a nosotros. Estar resucitados con Cristo por el
bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se corrompe, nos lleva
a buscar aún más las cosas de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser
cristiano no se reduce a seguir órdenes, sino que significa estar en Cristo,
pensar como él, actuar como él, amar como Él; es dejar que él tome posesión de
nuestra vida y que la cambie, la transforme, la libere de las tinieblas del mal
y del pecado.
Queridos hermanos y hermanas, a los que
nos piden razones de la esperanza que está en nosotros (cf. 1P 3,15),
señalemos al Cristo Resucitado. Señalémoslo con la proclamación de la Palabra,
pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. ¡Mostremos la alegría de ser
hijos de Dios, la libertad que nos da al vivir en Cristo, que es la verdadera
libertad, la que nos salva de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!
Miremos a la Patria celeste, tendremos una
nueva luz y fuerza aún en nuestras obligaciones y en el esfuerzo cotidiano. Es
un valioso servicio que le debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no
puede mirar a lo alto, que no es capaz de elevar la mirada hacia Dios.
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