¿Qué se habrá hecho aquel amigo de un
amigo mío...? Decía que era pastor de una de las denominaciones de iglesias “evangélicas”
(Protestantes) y que estaba en crisis existencial: había descubierto la
corrupción en que estaba envuelta su congregación, empezando por el pastor-jefe.
En la Iglesia no estamos libres que nos pase.
Leí las siguientes palabras del P.
Cantalamessa ―comentando el evangelio de la Misa de ayer (Lc 10)―, que recuerdan que la Iglesia ―nosotros― no ha de poner su confianza en
los bienes materiales sino en Dios:
Otra exigencia es el desprendimiento: nada
de talega o bolsa, ni de alforja. No se puede predicar el Evangelio para ganar
dinero y enriquecerse. Sería traicionarlo en aquello que constituye su más
íntima esencia. Sería como si yo dijese a los demás: «Buscad las cosas de
arriba», mientras que yo busco para mí las cosas de acá abajo; «entrad por la
puerta estrecha» mientras que yo introduzco por la ancha. Nadie, creo, osaría
decir hoy que la Iglesia ha sido siempre irreprensible en este punto y que los
ministros de Dios, a veces, no se hayan dejado tentar penosamente por el
dinero.
Pero, la Iglesia ha demostrado poseer también en sí misma el remedio
contra este mal: los santos, los profetas, los reformadores, que en el momento
oportuno han levantado la voz contra los abusos, incluso los de la cima de la
jerarquía, y han obligado a hacer de nuevo las cuentas con el Evangelio.
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