Estas niñas son de Santiago Atitlán. Aquí, se encuentran en el templo. |
He
comenzado escribiendo unas líneas. Estuve pensando cómo escribir lo que tenía
en la cabeza y, al final, seleccioné lo que había escrito y le di un “delete”
(borrar). Me parecía un tanto extravagante, quizá un poco pesimista.
Prefiero,
mejor, escribir unas pocas líneas sobre algo que me recordó la época de niñez. Estaba
haciendo un rato de oración a orillas del lago de Atitlán ―a
primera hora de la mañana, con la brisa fresca venida del norte, con un hermoso
paisaje delante; exactamente, estaba en Cerro de Oro―, cuando vi, a un costado
de donde yo estaba, a un grupo de seis niños jugando entretenidos con las cosas
que la naturaleza circundante y su pobreza les propiciaban. Conversé un momento
con ellos, disfrutando de su candidez.
¡Cuánto nos divertíamos de niños! Faltaban
juguetes pero sobraba imaginación; bastaba con la compañía de los hermanos y
los amigos.
Luego, después de visitar a una persona
amiga, que estaba algo enferma, volví a la casa en donde nos hospedábamos. Estaba
a punto de llegar cuando vi a dos niños que venían a prisa detrás de mí; de
pronto escuché la voz de la niña, de unos siete años de edad: “Padre: ¿cuál es
su nombre?” Me enterneció el requerimiento y su piedad. Me reconoció como
sacerdote...
El rostro, sus gestos y el modo de
preguntar me fascinaron, con la pureza de la sencillez de los niños. Ella se
llamaba Margarita y su hermanito Matías. Ambos, como suelen hacer con piedad
por aquí con los sacerdotes, me besaron la mano. Les bendije. Me siguieron
hasta la casa, mientras platicábamos.
Mientras recorría el pueblo, a la vuelta,
me pregunté: ¿cuándo esta aldea, tan poblada y piadosa, será erigida en
parroquia? Dios y el Obispo sabrán... Los de Cerro están con el deseo.
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