miércoles, 18 de diciembre de 2013

La candidez de los niños

Estas niñas son de Santiago Atitlán. Aquí, se encuentran en el templo.
     He comenzado escribiendo unas líneas. Estuve pensando cómo escribir lo que tenía en la cabeza y, al final, seleccioné lo que había escrito y le di un “delete” (borrar). Me parecía un tanto extravagante, quizá un poco pesimista.
     Prefiero, mejor, escribir unas pocas líneas sobre algo que me recordó la época de niñez. Estaba haciendo un rato de oración a orillas del lago de Atitlán ―a primera hora de la mañana, con la brisa fresca venida del norte, con un hermoso paisaje delante; exactamente, estaba en Cerro de Oro―, cuando vi, a un costado de donde yo estaba, a un grupo de seis niños jugando entretenidos con las cosas que la naturaleza circundante y su pobreza les propiciaban. Conversé un momento con ellos, disfrutando de su candidez.
     ¡Cuánto nos divertíamos de niños! Faltaban juguetes pero sobraba imaginación; bastaba con la compañía de los hermanos y los amigos.
     Luego, después de visitar a una persona amiga, que estaba algo enferma, volví a la casa en donde nos hospedábamos. Estaba a punto de llegar cuando vi a dos niños que venían a prisa detrás de mí; de pronto escuché la voz de la niña, de unos siete años de edad: “Padre: ¿cuál es su nombre?” Me enterneció el requerimiento y su piedad. Me reconoció como sacerdote...
     El rostro, sus gestos y el modo de preguntar me fascinaron, con la pureza de la sencillez de los niños. Ella se llamaba Margarita y su hermanito Matías. Ambos, como suelen hacer con piedad por aquí con los sacerdotes, me besaron la mano. Les bendije. Me siguieron hasta la casa, mientras platicábamos.
     Mientras recorría el pueblo, a la vuelta, me pregunté: ¿cuándo esta aldea, tan poblada y piadosa, será erigida en parroquia? Dios y el Obispo sabrán... Los de Cerro están con el deseo.
Fue en este lugar en donde hice la oración, ante este paisaje.

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