jueves, 14 de junio de 2012

El 80 cumpleaños del Padre

     El Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, “el Padre”, ha cumplido hoy su 80 cumpleaños, por lo que le felicito desde esta humilde página.
     Nació, pues, en 1932; conoció a San Josemaría en 1948 y quedó prendado de su santidad y su persona, que ya no le dejó. Desde 1994 es sucesor suyo al frente del Opus Dei.
     Les dejo con unos extractos de una entrevista realizada por Pilar Urbano. Esto lo he tomado de la página del OpusDei, que ustedes también pueden visitar.
      Nací en Madrid, en la calle Fortuny, el 14 de junio de 1932. Mi padre era ingeniero, profesor de la Escuela de Ingenieros Industriales (...). Yo quería ser agente de cambio y bolsa, como mi abuelo, para ganar dinero y vivir bien. Luego, Dios se metió en mi vida y cambié mis planes: aquí, en Roma, estudié Derecho Canónico en el Angelicum y Derecho Civil en la Universidad Lateranense, las licenciaturas y los doctorados.
     Estudié en los Maristas de la calle García de Paredes. Muy cerca, por cierto, donde once años antes -en 1928- Josemaría Escrivá había "visto" el Opus Dei (...). También viví siendo pequeño, en el mismo inmueble donde había un centro del Opus Dei. Pasado el tiempo, cuando supe que el fundador de la Obra había ido mucho a esa casa, y que solía subir y bajar por las escaleras, sin tomar el ascensor, pensé que quizá nos hubiésemos cruzado alguna vez. Y que me habría encomendado a mi Ángel Custodio, pidiendo mi vocación. Acostumbraba a hacerlo, cuando pasaba junto a alguien.
En la fotografía, a la derecha.
     Un domingo por la tarde, el 6 de junio de 1948, íbamos a ir al cine. Mi amigo me telefoneó, proponiéndome un cambio de planes: "¿te apetece que vayamos a una residencia, en Diego de León, para enterarnos de qué es el Opus Dei?". Y allá nos fuimos los seis. Nos atendieron muy bien (...). Al salir de allí, yo llevaba en el bolsillo una flamante estampa de Isidoro Zorzano, un ingeniero del Opus Dei. Me pareció un "santo laico" atractivo, al que se podía imitar.
      Esto ocurría la víspera de la muerte de mi padre. Él estaba preparándonos el veraneo familiar en San Sebastián, cuando le sobrevino un infarto. Como la noticia no nos la dieron de golpe, sino diciéndonos que estaba muy grave, recuerdo que yo recé por él, con la estampa de Isidoro.
      Ese verano nos quedamos en Madrid. Nunca había sido así. Y esto me dio ocasión para frecuentar un centro de la Obra que -¡otra casualidad!- había en mi misma calle: los Echevarría habíamos vuelto a Españoleto. Y "Españoleto" se llamaba aquel piso de gente joven donde, siempre que me dejaba caer por allí, me daban algún trabajillo de la casa: lijar unas sillas viejas para repintarlas de nuevo; ayudar en la decoración; echar una mano en algún arreglo de carpintería... Me gustó eso de sentirme útil, y ser tratado como alguien que puede hacer algo por los demás. El 8 de septiembre pedí la admisión en la Obra. Yo tenía 16 años.
      Me enganchó el ambiente de alegría: estudiaban y trabajaban como locos, pero estaban muy contentos. El que, sin cambiar de estado, pudiese uno santificarse con su profesión. Y el horizonte inmenso de poder llevar a Cristo a mucha gente. Desde muy pequeño era muy sociable y me gustaba tener muchos y muy buenos amigos.
Fue uno de los "custodes" de San Josemaría.
     El Padre vivía ya en Roma desde 1946, aunque venía a España con cierta frecuencia. En uno de esos viajes, en noviembre de 1948, nos invitaron a una tertulia con él. Sin que nadie me lo inculcase, yo estaba deseando conocer al Padre. Al acabar aquella tertulia -seríamos unos treinta y cinco-, el Padre se dirigió a los tres que éramos más recientes y nos propuso ir esa misma tarde con él a conocer Molinoviejo, una casa en pleno campo de Segovia, para convivencias y retiros.
     Nos metimos seis en un viejo Vauxhall. Detrás iba el Padre. Yo, delante, compartiendo el asiento con otro. Conducía el doctor Odón Moles. Durante el trayecto hicimos de todo: charlamos, cantamos, reímos, rezamos... Con su voz de barítono, bien timbrada y bien modulada, [San Josemaría] cantaba canciones de la calle, canciones de amor que él enderezaba hacia Dios: "tengo un amor que me llena de alegrías...". Nos gastaba bromas. Ah, bueno, yo me mareé, devolví... y como iba de negro por el luto de mi padre, me puse perdido. Me ayudó a limpiarme, me quitó el azoro por la situación, hizo que viajásemos con la ventanilla abierta, a pesar de estar en noviembre, y me mostró tantísimo cariño que, realmente, me sentí atendido, no ya por un padre, sino por un padrazo.
      En 1950 estaba aquí haciendo un curso de formación, cuando el Padre comentó que ese año, de España, vendrían siete a hacer el Colegio Romano de la Santa Cruz. Y yo le dije: "pues a mí me gustaría ser uno de esos siete". Sin más, el Padre me contestó: "Háblalo con don Álvaro. Si lo arreglas con tu familia, yo no tengo inconveniente". Volví a Madrid para hablar con mi madre cara a cara, y no por carta. Lo solucioné y... aquí estoy.
      [Cuando pienso en san Josemaría] Le veo entre gente, hablando de Dios... Le veo yendo, saliendo al encuentro de los demás... Le veo entregándose a todos nosotros, a tiempo completo, sin ahorrarse un esfuerzo, sin reservarse un minuto para sí mismo. Todo lo nuestro -un dolor de muelas, un examen, una preocupación familiar, un partido de fútbol que íbamos a jugar-, todo le era conocido y familiar. ¡Éramos su vida!
      A don Álvaro le veo eclipsándose siempre, en un segundo plano, desde donde pudiera ver, oír y atender a nuestro Padre: mirándole, incluso físicamente, con el deseo de aprender de él. Y esto, a pesar de sus magníficas dotes humanas, con las que se llevaba a la gente de calle. Yo le he visto siempre pendiente de nuestro Fundador, secundándole en todo, para ayudarle a hacer el Opus Dei.
      En 1955 me ordené de sacerdote. En el 56, a raíz del Congreso General del Opus Dei -celebrado en el Hotel Pfauer, un hotel modesto de Einsieldn (Suiza)-, nuestro Padre me dijo: "Javier, he de elegir dos custodes, de entre una lista de nueve nombres que me ha dado el Consejo. Yo desearía que uno fuese don Álvaro y tú el otro. ¿Estás conforme?". Yo tenía 24 años y pensé que había muchos que llevaban más tiempo en la Obra, que tenían más experiencia y más valores, y que podrían hacerlo mejor que yo. Pero me fié de la gracia de Dios y del discernimiento del Padre.
      A mí me incumbía cuidar al Padre en todo lo material: desde decidir si había que comprarle unos zapatos, hasta acompañarle al médico, o preparar un viaje... Y también hacerle -no diré "correcciones"- indicaciones concretas sobre cuestiones externas, perceptibles, en las que pudiera mejorar o actuar de otro modo.
      Los custodes existen para que el Prelado, el Padre, no viva solo, no sea un hombre aislado allá arriba; y, además, para que se le pueda ayudar a ser mejor. La continuidad sólo se ha dado desde que fuimos custodes don Álvaro y yo. Antes siempre había un custodio que cambiaba. Sólo don Álvaro permanecía.
En su ordenación episcopal.
      [San Josemaría y don Álvaro] Han dejado el listón muy alto, pero también han dejado una pértiga muy fuerte. De una parte, ellos ayudan, desde el cielo. Y de otra, está muy nítido el ejemplo de cómo ellos actuaron. Bastará pensar, ante cualquier situación: ¿qué haría el Fundador? o, ¿qué haría don Álvaro?, para tener la seguridad casi total de que, siguiendo por ahí, acierta uno.
      He tenido mi propia vida. Yo nunca hubiera soñado realizar mi vida de un modo tan ambicioso. Viviendo a mi aire, yo hubiese tenido unos horizontes muchísimo más estrechos, unos vuelos más cortos. De no haber estado, día tras día, junto a dos hombres de esa estatura humana y espiritual, ni me habría planteado la ambición de entenderme con todo el mundo, de preocuparme por todas las almas.
      Yo, como hombre de mi tiempo, como cristiano y como sacerdote, soy una persona realizada. Y tengo el corazón mundializado, gracias a haber vivido con dos hombres de espíritu grandioso, cristianamente grandioso.
      Estoy muy orgulloso de haberme "criado" cerca de monseñor Escrivá. ¡Más me hubiera gustado aprender de él! Y lo que me enseñó siempre fue a dilatar mi corazón de sacerdote. A tener los brazos abiertos a todo el mundo, vinieran de donde vinieran, y vinieran como vinieran: aunque se presentasen como mis enemigos mortales. A cualquier hora, en cualquier lugar y circunstancia, tener el corazón de par en par, para quien me necesite...".

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