Con regocijo y algarabía hemos celebrado el Corpus Christi, celebración tan arraigada en nuestros pueblos, vivida con las características propias de nuestros pueblos indígenas.
Me vino a la cabeza la forma en que lo
celebraba en Concepción, cuando atendía este pequeño pueblo indígena en mis
primeros años de sacerdote: en la procesión, con la “alfombra” que formaban con
hojas de pino y flores a lo largo del recorrido, las mujeres ponían sobre esta
alfombra, al paso del sacerdote que lleva a Jesús en la Custodia, el “sute” –prenda
que se ponen para cubrir la cabeza, parte de su atuendo, para los eventos “oficiales”-.
Esto duraba todo el camino.
Qué bien han aprendido a ver en la
Eucaristía al mismo Dios humanado. Es una piedad recia y llena de fe en la
Presencia Real de Jesús en las Especies eucarísticas.
De semejante manera lo he vivido hoy con
el pueblo sololateco.
Esta fiesta nos ayuda a considerar este
milagro continuo de la presencia real de Jesús entre nosotros –prometió: “Yo
estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”-, y agradecerle esta
presencia.
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